Era una tarde nublada del mes de noviembre. Había quedado con mis amigos. Era el cumpleaños de uno de ellos en la quinta de San Eutiquio (un club de fútbol). Salí de casa con mis padres. Me acercaron hasta la casa de uno de mis amigos, el cual nos llevaría a todos hasta la villa del club.
Todo eran risas y nos lo estábamos pasando muy bien. En el coche íbamos bastante apretados; a mí me había tocado la ventanilla. Recuerdo que íbamos hablando de una canción que escuchábamos en la radio, una bastante antigua. Yo, a la vez que hablaba, iba mirando por la ventana. La velocidad del coche no era mucha, pero sí se puede decir que íbamos rápido.
Nos acercábamos a la zona de la villa, en el extrarradio de la ciudad, casas con jardín, chalets, los cuales suelen tener un muro de protección, sobre todo los que están cerca de la carretera.
De repente todos nos callamos, no por nada en especial, sino porque la conversación ya se había acabado, y punto. Miré por la ventanilla y al pasar rápido por un muro me pareció ver una cara. Serían imaginaciones mías, pero no sé… tenía una sensación un poco extraña.
Llegamos al club, nos pusimos a jugar al fútbol enseguida. Pero tuvimos que parar. El cielo ennegrecía y comenzó a llover. Nos metimos en las zonas de las mesas, donde merendaríamos algo. Como era invierno, hacía fresquito y anochecía rápido.
Al acabar los regalos y la merienda salimos fuera. Había parado de llover y la noche casi estaba cerrada.
Nos aburríamos un poco y se nos ocurrió jugar al escondite nocturno, ya que teníamos un espacio estupendo, porque a parte de los campos de fútbol había un extenso prado con árboles y arbustos. Todo iba muy bien, nos lo estábamos pasando de cine. Daba un poco de mal rollo cuando te quedabas a contar, pero como siempre tenías cerca al graciosillo que hace algo de trampa para ganar, pues no daba tanto miedo.
Casi siempre perdía yo hasta que por fin me tocó esconderme y me fui lejos, muy apartado del resto del grupo, casi a los límites de la villa. No oía nada, sólo el mecer del viento, ni las voces de mis amigos, ni un coche pasar. Nada. Agachado detrás de un arbusto empecé a tener la sensación de que aquello no me gustaba, y decidí alejarme de aquel lugar aunque me perdiera. Quería dejar de tener miedo.
El viento paró de repente, auque los columpios seguían meciéndose solos. Ahora sí empezaba a asustarme de verdad. Miré hacia los alrededores y sólo veía sombras.
Ya me iba a ir de vuelta con mis amigos cuando de pronto escuché un silbido de niña, un silbido con la misma melodía una y otra vez. Asustadísimo, corrí con mis amigos y lo conté todo. Sólo uno de ellos me creyó; el resto decía que había sido un hierro chirriante. Pero yo os aseguro que lo que oí no fue nada de eso, sino que era el silbido de aquella niña.
Nos montamos en el coche y, al alejarnos, miré por la ventanilla, hacia los columpios… y allí estaba. Una niña pequeña, vestida con un camisón blanco, pelo negro y corto, los ojos eran rojos y brillantes, y se reía mientras se balanceaba en el columpio mirándome. Aparté la vista y se lo conté al amigo que me había creído.
Esa noche no dormí nada bien, y lo poco que conseguí conciliar el sueño soñé con aquella maldita niña que tantos quebraderos de cabeza me había provocado. Las preguntas eran: quién era, si estaría viva, por qué me había elegido a mí, si significaba algo aquella melodía.
Os puede sonar a una chorrada esta historia que acabáis de leer, pero yo os aseguro que la viví y no fue una experiencia muy agradable.
Todo eran risas y nos lo estábamos pasando muy bien. En el coche íbamos bastante apretados; a mí me había tocado la ventanilla. Recuerdo que íbamos hablando de una canción que escuchábamos en la radio, una bastante antigua. Yo, a la vez que hablaba, iba mirando por la ventana. La velocidad del coche no era mucha, pero sí se puede decir que íbamos rápido.
Nos acercábamos a la zona de la villa, en el extrarradio de la ciudad, casas con jardín, chalets, los cuales suelen tener un muro de protección, sobre todo los que están cerca de la carretera.
De repente todos nos callamos, no por nada en especial, sino porque la conversación ya se había acabado, y punto. Miré por la ventanilla y al pasar rápido por un muro me pareció ver una cara. Serían imaginaciones mías, pero no sé… tenía una sensación un poco extraña.
Llegamos al club, nos pusimos a jugar al fútbol enseguida. Pero tuvimos que parar. El cielo ennegrecía y comenzó a llover. Nos metimos en las zonas de las mesas, donde merendaríamos algo. Como era invierno, hacía fresquito y anochecía rápido.
Al acabar los regalos y la merienda salimos fuera. Había parado de llover y la noche casi estaba cerrada.
Nos aburríamos un poco y se nos ocurrió jugar al escondite nocturno, ya que teníamos un espacio estupendo, porque a parte de los campos de fútbol había un extenso prado con árboles y arbustos. Todo iba muy bien, nos lo estábamos pasando de cine. Daba un poco de mal rollo cuando te quedabas a contar, pero como siempre tenías cerca al graciosillo que hace algo de trampa para ganar, pues no daba tanto miedo.
Casi siempre perdía yo hasta que por fin me tocó esconderme y me fui lejos, muy apartado del resto del grupo, casi a los límites de la villa. No oía nada, sólo el mecer del viento, ni las voces de mis amigos, ni un coche pasar. Nada. Agachado detrás de un arbusto empecé a tener la sensación de que aquello no me gustaba, y decidí alejarme de aquel lugar aunque me perdiera. Quería dejar de tener miedo.
El viento paró de repente, auque los columpios seguían meciéndose solos. Ahora sí empezaba a asustarme de verdad. Miré hacia los alrededores y sólo veía sombras.
Ya me iba a ir de vuelta con mis amigos cuando de pronto escuché un silbido de niña, un silbido con la misma melodía una y otra vez. Asustadísimo, corrí con mis amigos y lo conté todo. Sólo uno de ellos me creyó; el resto decía que había sido un hierro chirriante. Pero yo os aseguro que lo que oí no fue nada de eso, sino que era el silbido de aquella niña.
Nos montamos en el coche y, al alejarnos, miré por la ventanilla, hacia los columpios… y allí estaba. Una niña pequeña, vestida con un camisón blanco, pelo negro y corto, los ojos eran rojos y brillantes, y se reía mientras se balanceaba en el columpio mirándome. Aparté la vista y se lo conté al amigo que me había creído.
Esa noche no dormí nada bien, y lo poco que conseguí conciliar el sueño soñé con aquella maldita niña que tantos quebraderos de cabeza me había provocado. Las preguntas eran: quién era, si estaría viva, por qué me había elegido a mí, si significaba algo aquella melodía.
Os puede sonar a una chorrada esta historia que acabáis de leer, pero yo os aseguro que la viví y no fue una experiencia muy agradable.
ALEJANDRO JARA GIL
2º ESO-C
2º ESO-C
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